miércoles, 24 de junio de 2015

Valores Organizacionales y Mentoring


Probablemente uno de los campos que más desafío supone a las organizaciones (principalmente a los departamentos de RRHH) es el trabajo de difusión, alineación y transmisión de sus valores organizacionales a las personas que las integran. Por irónico que parezca, es habitual que no se aprecie mucho valor en el hecho de poder trabajar y hacer operativos los valores de una empresa, quizás por lo intangible de su repercusión, aunque quizás tiene un impacto mucho mayor del que se suele pensar.

Habitualmente, cuando pensamos en valores, nos viene a la cabeza los bonitos listados que con un lenguaje positivo  (y “políticamente correcto”) adornan los encabezados de algunas páginas webs de nuestras empresas, normalmente redactados como continuación de una declaración de misión y/o visión de la compañía. Sin embargo, aquí es importante añadir una distinción entre los valores declarados y los valores propiamente “en uso” representados en las prácticas de la compañía (que pueden o no coincidir).

Hay un viejo dicho que dice “dime en qué inviertes tu tiempo y te diré que valoras” y cogiendo su tenor literal, la mejor manera de pensar los valores que tenemos y ejercitamos es a través de la expresión de las acciones que elegimos hacer; si  por ejemplo, suelo invertir 5 días de promedio a la semana en hacer deporte yendo a un gimnasio durante varias horas al día y cuidando de  que mi alimentación sea equilibrada en cada comida que hago, es fácil afirmar que el valor “salud” podría ser algo relevante dentro de mi esquema vital y una expresión de mi jerarquía de valores.

En este sentido, cuando hablamos de valores organizacionales, nos referimos a aquellos que se expresan a través de los comportamientos que realizan las personas que las integran, no meramente los que redactamos y recogemos en nuestras declaraciones de una forma ideal y/o teórica. Y es precisamente en el campo de los comportamientos donde la tangibilidad de los valores se hace más patente y deja de ser una cuestión baladí. Si consideramos que todo resultado es la consecuencia de una acción (o no acción) y las acciones que elegimos ejecutar son función directa y expresión de los valores que tenemos activados en cada momento, entonces el asunto de los valores deja de ser un terreno abstracto y pantanoso y pasa a tener un importancia operativa real que condiciona decisivamente los resultados que obtenemos.
Una de las prácticas que más pueden contribuir a generar alineación, tomar consciencia y funcionar de vehículo transmisor de los valores que están funcionando en cada momento es a través del mentoring. El mentoring, en cuanto a metodología, ayuda al desarrollo de los individuos y al aprovechamiento del capital experiencial de la organización creando una estructura de soporte, crecimiento y sinergia continua entre las personas que la componen. Un mentor interno que sea plenamente consciente de los valores fundacionales que se pretenden preservar e impulsar y que tenga las habilidades, distinciones y herramientas necesarias, puede aportar un valor decisivo trabajando en este campo extraordinariamente subjetivo pero tremendamente relevante.

Varios son los desafíos que ha de abordar el mentor (o la organización) que quiere intervenir en la esfera de la axiología organizacional.

El primero, es ser capaz de ser consciente de sus propios valores diferenciándolos de los de la propia organización.
Muchas veces confundimos lo que nosotros valoramos con lo que la organización valora y necesita y esto puede contaminar cualquier trabajo que pretendamos realizar de transmisión y/o alineación.

El segundo desafío es ser capaz de ayudar a sus mentees a tomar consciencia de sus propios valores y cómo estos tienen cabida en el ejercicio de su función y en relación a la organización.

El tercer desafío es conseguir operativizar (“bajando a tierra”) aquellos valores que la organización quiere impulsar. En relación a esto , es interesante conectar e integrar diferentes niveles de proceso.




Básicamente podemos dividirlos en 4, yendo del más abstracto al más concreto:

• El primer nivel es propiamente el de valor: definir qué valor de nuestra organización queremos impulsar (honestidad, integridad, innovación..etc.). A este nivel es todavía difícil poder trabajar. Habitualmente es un nivel que se define en nuestras empresas y es el que se suele recoger en los listados de valores.

• El segundo nivel a través del cual se manifiestan nuestros valores es a través de las capacidades y/o habilidades que necesitamos para hacer efectivos nuestros valores (ejem: imaginar, recordar, delegar, influir, comunicar…).

Una buena pregunta que nos podemos hacer para dar forma a este segundo escalón es la de pensar qué habilidades y/o capacidades personales necesitarían nuestros empleados para poder satisfacer y/o hacer efectivo el valor que queremos impulsar.
Si por ejemplo nuestra organización tuviera como valor primordial la “orientación al cliente” sería importante pensar qué competencias/ habilidades serían necesarias que desarrollaran los empleados para poder satisfacer ese valor teniendo teniendo en cuenta el producto y/o servicio de que se trate. Quizás tras una reflexión pausada se vea necesario que en nuestra empresa las personas que representan mejor ese valor son aquellas que son capaces de  gestionar los conflictos adecuadamente, demostrar empatía de cara al cliente, ofrecer una escucha activa, comunicarse con asertividad etc.). Probablemente depurar y determinar qué habilidades son esenciales de las meramente superfluas sea una reflexión muy necesaria que puede arrojar algo de luz sobre este segundo nivel de detalle.

• El tercer nivel, consecuencia de lo anteriormente dicho, es el de pensar qué actividades/comportamientos serían una mejor expresión de esos valores y de esas capacidades anteriormente descritas. Entendiendo por comportamiento cualquier acción que pudiera grabar una video-cámara (p. ejem sonreír, saludar, preguntar etc.). Este nivel de detalle es fundamental para poder realmente operativizar o alinear un valor. La pregunta que nos podemos hacer aquí es la de qué comportamientos o actividades  captaría una videocámara si esa persona estuviera expresando el valor que queremos impulsar reflejo de las capacidades anteriormente descritas.

Nuestras acciones ya hemos visto que son la mejor expresión de lo que valoramos así que conectarlas con un sentido de propósito será clave para poder “destapar” valores.

• El cuarto y último nivel, más concreto aún que el anterior, es pensar en qué situaciones/ contextos querríamos que las personas se comportaran conforme a ese valor, esas capacidades y esos comportamientos previamente definidos. Probablemente a nada que reflexionemos sobre este punto se nos ocurren situaciones concretas que nos gustaría aprovechar para vivir y encarnar ese valor. No se trata de elaborar una casuística exhaustiva, sino únicamente fomentar la reflexión sobre este punto. El aspecto desafiante aquí es ser suficientemente detallados en cuanto a los entornos más probables donde queremos actuar de forma congruente con ese valor (ejem: cuando estemos en presencia del cliente, al tramitar sus pedidos y/o reclamaciones, en las reuniones promocionales etc.).

Nuestro mayor enemigo para poder trabajar con valores es lo que llamamos en coaching  el “transfondo de obviedad”; lo que puede ser obvio para mí desde mi manera de entender las cosas puede no ser obvio para el otro. El mentoring, como enfoque metodológico para difundir valores organizacionales, provee un gran conjunto de herramientas y distinciones necesarias para poder trabajar con cada uno de estos niveles de forma integrada y con gran precisión respetando la subjetividad de cada uno.

Ahora que empezamos el nuevo año, será interesante que observemos a qué cosas dedicamos realmente tiempo y cuales se quedan en bonitos propósitos que no llegamos a aterrizar (como las declaraciones de valores de algunas de nuestras empresas), probablemente será un buen termómetro de nuestros “valores en uso” y una buena oportunidad de ser más congruentes y consistentes con las declaraciones que hacemos.


miércoles, 17 de junio de 2015

Procrastinación y toma de decisiones




“Por lo que se refiere a la procrastinación, la principal dificultad a la que nos enfrentamos en este momento es, en mi opinión, su invisibilidad. Es decir, nuestro desconocimiento respecto a lo que es y cómo funciona. Esa ignorancia trae como primera consecuencia que aparezca invisible a nuestra mirada o que la confundamos con otras etiquetas.

Por eso muchos se sorprenden cuando escuchan que el 90% de la población general  procrastinamos en ocasiones o que el 20% lo hace de forma crónica (el 60% en el segmento de estudiantes universitarios).

Se han identificado más de veinte tipos distintos de procrastinación. Hoy me detengo en uno muy corriente en el ámbito laboral: procrastinar la toma de una decisión.

¿Por qué y para qué no tomo la decisión? 

Decidir es elegir. Cuando necesitas elegir puedes tener dudas. Dudas porque tienes miedos. Unos tienen miedo a equivocarse en la elección. Otros a tener éxito, porque se subirían el listón. Algunos – los perfeccionistas - nunca se sienten preparados para decidir, porque nunca terminan de recoger información o completar su análisis de coste-beneficio…

Los que nunca terminan de reunir información para tomar la decisión, mantienen la (falsa) ilusión de alcanzar, más adelante, un 100% de seguridad. No aceptan el riesgo.

Otros que tampoco disponen de toda la información, se autocensuran o desprecian por su ignorancia o incapacidad para reunirla, mientras al mismo tiempo no se dan permiso para consultar con expertos en ese asunto. Su creencia (limitadora) es que la decisión no tiene valor - ellos mismos no tienen valor - si no la toman ellos solos, sin ayuda de nadie.

 Es curioso que muchos de ellos, una vez que consiguen tomar la decisión, parecen no tener ningún problema en ejecutar todo lo que la decisión lleva consigo. Su problema reside en que aplazan la toma de decisión y,  por ello, se embarcan en una gran variedad de otras tareas que les alivian, porque les permiten “escapar” o “evitar” la realización de su actividad más relevante (e incómoda): tomar la decisión.

Durante esa fase de evitación y sustitución se sienten, adicionalmente, bloqueados. Es una sensación de embotamiento que dificulta pensar con claridad en otros asuntos y que suele venir acompañada de sentimientos de frustración y preocupación.

El miedo que sientes proviene de tu creencia de que tendrás que convivir toda tu vida con los resultados de tu decisión. Y eso que puede ser cierto en alguna ocasión, no lo es en la mayoría de los casos, porque podrás realizar modificaciones en el trayecto e incluso cambiar tu decisión. El problema es que tu lo consideras irreversible, o magnificas tanto las consecuencias que te dices que no podrás soportarlo.



¿Cuántas decisiones tomas cada día?

Cada día de tu vida tomas decenas o centenas de decisiones. La gran mayoría (80-95%) son inconscientes  o automáticas, porque forman parte de tus hábitos o rutinas. Es una suerte que sea así. De esa forma mantienes una eficiencia elevada y ahorras una enorme cantidad de energía.
El resto son conscientes y, por tanto, requieren de tu atención. La gran mayoría (de esa minoría) son sencillas. P.e.: ¿De segundo elijo carne o pescado?

Y unas pocas son difíciles, complejas o arriesgadas. P.e.: ¿Lanzo primero el producto A o el B? ¿Contrato treinta vendedores más? ¿Compro esta compañía o no? ¿Ahora o dentro de un año, que previsiblemente bajará su cotización en bolsa? ¿Reduzco un 5% el sueldo de los funcionarios?

Generalmente, cuando te enfrentas a una toma de decisión tienes diferentes opciones entre las que elegir. Es bastante infrecuente que no tengas opciones. A veces tus creencias (limitadoras) te impiden verlas o encontrarlas y, claro, para ti no existen.

Hay personas que por su función o posición en el organigrama, como los directivos o jefes, necesitan tomar muchas decisiones importantes todos los días. Durante el necesario período de maduración se les van acumulando. No todas las decisiones son igual de relevantes. Una forma de procrastinar, en este caso, es dedicar tu energía a decidir primero las menos relevantes y posponer la decisión de las más importantes.




¿Qué es el riesgo?

Es la probabilidad de que no consigas los resultados esperados. Es una sensación subjetiva que experimentas en el presente, que va íntimamente unida a la toma de decisión.
La decisión siempre involucra la expectativa de un resultado. Tu expectativa o la de otros.
El proceso para decidir incluye, entre otros, dos elementos relevantes: la recogida de información y la reflexión.

¿Cuánta información y de qué nivel de calidad te hace falta para tomar una decisión determinada?

¿Qué profundidad y duración en la fase de reflexión necesitas para tomar una decisión?
Los procrastinadores tienen enormes dificultades para concretar su respuesta a esas dos preguntas y si lo hacen se exceden en sus estimaciones para evitar el riesgo.

¿Cuánto dinero le cuesta a tu empresa este tipo de procrastinación?
¿Cuántas veces te has encontrado diciendo, o escuchando a otro, que “todavía no he tomado la decisión”?

Unas veces el retraso genera, directamente, pérdidas (euros pagados) y en este caso se pueden calcular fácilmente. Pero cuando el retraso genera una falta de ingresos (lucro cesante o euros dejados de ingresar)  es más difícil de cuantificar.

Lo que casi todos tenemos claro es que este tipo de procrastinación genera pérdidas económicas – además de emocionales, etc. - que son muy elevadas.
Si retrasas innecesariamente, por ejemplo, la decisión de completar el estudio o lanzamiento de un producto, la ampliación de la red de ventas, una restructuración organizativa o un determinado despido, estás incurriendo en pérdidas económicas. Porque la procrastinación nunca es gratuita.




El problema se agrava, aún más, porque algunos procrastinadores, realmente, no son conscientes de que existe un coste asociado a su retraso. No se dan cuenta de que la acción de procrastinar una decisión es, en realidad, tomar una decisión. Y viven relativamente tranquilos porque todavía no han tomado la decisión.

Te sugiero que hagas una encuesta entre la gente mayor (tercera edad) que conozcas. Comprobarás que son muy pocos los que sienten o se arrepienten de las decisiones equivocadas que tomaron en su vida, frente a la mayoría que se arrepienten por las decisiones que retrasaron o ni siquiera llegaron a tomar.

El gran presidente norteamericano Theodore Roosevelt nos alertaba sobre este tipo de procrastinación: “En cualquier momento de decisión lo mejor que puedes hacer es tomar la decisión adecuada; lo siguiente mejor que puedes hacer es tomar la decisión inadecuada; y lo peor que puedes hacer es NADA”.

miércoles, 10 de junio de 2015

¿Quieres comenzar hoy a empoderarte?



-¡Hola, Cristina! ¡Pero cuánto tiempo sin vernos! ¿Qué tal te va? ¿Conseguiste ese trabajo que me comentaste que estabas buscando la última vez que nos vimos?
- ¡Hombre, Judith! ¡Qué alegría! Pues sí, creía que te habías enterado por Daniel. Fue una selección un poco larga, pero al final me llamaron para entrevistarme con el que hoy es mi jefe y me dieron el puesto.

- ¡Enhorabuena, Cristina! Con lo mal que están las cosas, ésa es una excelente noticia. ¿Y qué tal? ¿Te gusta el trabajo?

- Pues mira, si te digo la verdad estoy encantada. Me tratan fenomenal, y el trabajo es una chulada. Ya sabes que lo del marketing desde siempre me llamó la atención, pero que me dejen participar en una campaña de verdad es algo que aún no me puedo creer. Bueno, y siendo sincera me da un poco de miedo meter la pata. Todo el mundo está tan preparado… Y yo soy tan novata…

- ¿Y qué tal con tu jefe? ¿Cómo se llama?

- Alejandro. Trabajar con él es una gozada, Judith. Es tan eficaz y resolutivo que no me extraña que esté donde está. Es un crack.

- No será para tanto, mujer…

- De verdad que sí. Viene poco por la oficina, pero te aseguro que cuando llega es como si los problemas se arreglaran solos. La única pega es que me da miedo no estar a la altura de sus expectativas.

-Y eso, ¿por qué? Fue él quien se decidió por ti, ¿no?

- Sí, pero es que tú no sabes lo que es estar a la sombra de alguien como Alejandro. No sólo conoce el negocio como nadie, es que además es hábil y diplomático con los clientes, y frío a la hora de tomar decisiones. Ya me gustaría a mí ser como él, las empresas se pelearían por darme trabajo.

- Bueno, supongo que él no nació sabiendo, ¿no crees? Seguro que tú llegarás dentro de algún tiempo a una posición similar.

- ¡Huy! ¿Yo? No creo, yo no tengo su capacidad.

- ¿Y eso cómo lo sabes?

- Porque sí, yo me conozco muy bien y sé hasta dónde puedo llegar. Me conformo con hacer bien mi trabajo, y subir poco a poco hasta donde pueda. Ya veremos después.

- Ah, vaya, entiendo. Bueno, pues nada, Cristina, que me alegro de corazón y te deseo mucho éxito.

- Muchas gracias, Judith. Espero que nos veamos más a menudo. Adiós
Ésta, que bien podría ser una conversación informal entre dos amigas que se encuentran y celebran las buenas noticias de la contratación de una de ellas, es, por el contrario, un ejemplo de lenguaje tóxico, y de lo destructivo que puede resultar para nuestra autovaloración y, en definitiva, para nuestro desarrollo y autoestima.

¿Y qué hace a esta conversación tan dañina?
Pues varios factores, conectados entre sí. Por ejemplo, el deslumbramiento incondicional de Cristina por Alejandro, basado en que le admira por lo que “es”, y no por lo que “hace” (“Es tan eficaz y resolutivo…”, “Es un crack…”, “Es hábil y diplomático con los clientes…”, “Ya me gustaría a mí ser como él…”). Este tipo de reflexiones es un caldo de cultivo para bajar la autoestima, porque  resulta fácil caer en la tentación de pensar que “…él es fantástico pero yo no nací así, por lo que nunca llegaré a su altura…”.

Pero quiero poner el acento en la utilización sistemática de un lenguaje desempoderado por parte de Cristina. Y eso, ¿qué significa? Pues que el lenguaje que usamos para comunicar nuestras ideas, y que es un fiel reflejo de nuestro modo de pensar, puede darnos o quitarnos poder, y en este caso Cristina no hace más que quitarse poder a sí misma. Poder de crecer, poder de disfrutar y realizarse con sus capacidades, poder de aprender y mejorar a partir de su nueva experiencia.

¿Aún no se entiende?
¡Marchando un poco más de fundamentación!

Como los pensamientos siempre van acompañados de emociones y las personas pensamos con palabras, en una especie de conversación silenciosa con nosotros mismos que recibe el nombre de “diálogo interno”, es fácil deducir que hay palabras que nos generarán –seamos conscientes o no- una emoción capacitadora, positiva y gratificante. A ese tipo de lenguaje le llamamos “lenguaje empoderado”. De manera automática, dichos pensamientos (en forma de palabras poderosas) se encadenarán con otros que, a su vez, nos nutrirán emocionalmente cada vez más, abriéndonos durante el proceso puertas que cruzar y líneas de actuación para hacerlo. ¿Recuerdas el famoso “Yes, we can!”? Pues eso.

Pero hay palabras –y formas de hablar- que actúan de manera contraria, generando emocionalidades negativas de las que nuestro cerebro, obviamente, quiere alejarse. Eso nos quita opciones, nos oculta las puertas o directamente nos las cierra. A esa forma de hablar la llamamos “lenguaje desempoderado”, y hay unas cuantas variantes que todos, en mayor o menor medida, usamos, pero nuestra amiga es una especialista. Veamos por qué.

Por ejemplo, cuando utiliza expresiones como “…me dieron el puesto” o “…que me dejen participar en una campaña…”, Cristina está usando una forma de desempoderamiento llamada “victimismo”, que consiste en colocar fuera de sí misma la responsabilidad de lo que ocurre (se auto convierte en “víctima” de las circunstancias, sean buenas o malas). No es lo mismo decir “…me dieron el puesto…” que “…gané el proceso de selección...”, ¿verdad? Y tampoco es lo mismo decir “…que me dejen participar en una campaña…” que decir “…es fantástico tener la oportunidad de participar en una campaña…”.

El problema de hablar con un lenguaje desempoderado es que también lo usamos en nuestro diálogo interno, cuando debatimos con nosotros mismos y tomamos decisiones. Una persona que se expresa en términos como “…Me conformo con hacer bien mi trabajo, y subir poco a poco hasta donde pueda…”, se estará diciendo “NO PUEDO” a sí misma antes de plantearse un objetivo retador, ¿no crees? Una frase como ésa probablemente denote poca ambición o autoexigencia, parece más propia de alguien conformista o acomodaticio.

Y, de igual modo, cuando Cristina dice abiertamente “No creo, yo no tengo su capacidad”, esa expresión muy posiblemente vaya asociada a sentirse inferior delante de Alejandro, sea cual sea el terreno de comparación. Por lo que nuestra amiga seguramente se auto boicoteará antes de emprender cualquier acción que presienta que le puede poner en evidencia delante de su jefe, ¿no es cierto?
Resumiendo, su lenguaje LE QUITA PODER.

Hace algún tiempo, debatiendo sobre este mismo tema en un taller grupal en San Sebastián, me llamó la atención la reflexión que hizo el director industrial de la empresa cliente. Hablábamos de lo desempoderante que es la palabra “intentar”, ya que nadie intenta algo si no contempla consciente o inconscientemente la posibilidad de no conseguirlo. Y él, que ha desarrollado gran parte de su carrera profesional en el extranjero, subrayó la diferencia entre nuestro “lo intentaré” y la forma en inglés de decir lo mismo, “I’ll do my best”, es decir, “haré todo lo que esté en mi mano”.

¿A que no suena igual en términos de voluntariedad “intentaré ir este sábado a tu fiesta de cumpleaños” que “voy a hacer todo lo posible para estar el sábado en tu fiesta”?

Te invito a que observes con atención tu forma de hablar durante un día. Si te resulta fácil identificarte con expresiones parecidas a las de Cristina, es probable que tiendas a usar un lenguaje desempoderado. También si utilizas frecuentemente frases como “Se me han pegado las sábanas”, “Este fin de semana me toca recoger a los niños” o “Ya sabes cómo es esta empresa…”. Todas ellas son frases desempoderadas, que denotan una falta de control y poder sobre tus propias acciones. Quizás sería un buen momento para tomar consciencia y revisar tu lenguaje.

Y recuerda, no se trata de cómo hablas. Se trata de cómo piensas.

¿Te apetece empoderarte?

miércoles, 3 de junio de 2015

El talento y la pasión no tienen edad



“Uno de los principales problemas a los que se enfrentan las personas mayores de 50 años a la hora de buscar trabajo es, precisamente, el largo tiempo que llevan sin hacerlo. Volver a elaborar un currículum, saber dónde buscar empleo o cómo enfrentarse a una entrevista de trabajo son algunos sencillos pasos que pueden ser un freno para el desempleado mayor.

¿Significa eso que hay una edad óptima para ser beneficiario de un servicio de recolocación? Eso implicaría que resultase más sencillo lograr que determinados márgenes de edad o perfiles consigan un empleo. ¿Qué posibilidades reales tiene un profesional superada la cincuentena?

Invertir la situación que se vive y convertir la veteranía en una oportunidad de mejora para la empresa que queremos que nos contrate es la clave para enfrentarse a un proceso de selección.

En ocasiones el entrevistador puede percibir al candidato mayor como demasiado cualificado, demasiado costoso, poco motivado, o incluso obsoleto. En una entrevista de trabajo es importante saber revertir esas sensaciones.

Somos conscientes de este problema, y por eso tenemos programas específicos para este colectivo impartidos por consultores senior. La edad es un factor que importa, pero que no determina el éxito. Es decir, a partir de cierta edad los canales para encontrar un empleo cambian, pero siguen existiendo, y es importante poner en valor la experiencia que se tiene. No hay que esconderse, sino potenciar aquello que le hace único: la experiencia adquirida.

Respecto a los programas no hay una edad, cualquier persona que es despedida con independencia de edad o del sector de procedencia puede tener un programa de outplacement si la empresa se lo da en el “paquete de salida”.

En principio, el conseguir el objetivo profesional no guarda tanta relación con la edad como se podría pensar a priori. Puede haber cierta variación en el tiempo que tardan en encontrar su proyecto, pero tienen mucho más peso variables directamente relacionadas con la concienciación, esfuerzo, compromiso y trabajo diario de la persona que busca la recolocación.

El talento y la pasión no tienen edad

En el estudio más reciente, con una muestra de casi mil candidatos, el 50% de profesionales recolocados en el último año tiene más de 45 años. De hecho, podemos ver una distribución por edades de las personas que han realizado un programa con nosotros en ese período y el tiempo de recolocación.

Los candidatos que se benefician de los servicios de recolocación tienen edades diferentes, pero todas las personas que atendemos desde Atesora tienen una experiencia consolidada, ya que la edad media de nuestros candidatos está en torno a los 45 años.
Por supuesto que la edad influye a la hora de buscar un nuevo empleo, pero lo que más influye es la actitud del candidato ante su propia búsqueda, a lo largo de 10 años de experiencia tenemos la certeza y la experiencia de que el “camino es breve pero intenso”… si, y sólo si, la actitud es positiva y disfrutamos del camino.